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Mario Draghi: Seguridad a través de la unidad

Publicado 02.02.2017, 04:53 p.m

Discurso pronunciado por Mario Draghi, presidente del BCE, en la conferencia conjunta del BCE y la Banka Slovenije con ocasión del décimo aniversario de la adopción del euro

Liubliana, 2 de febrero de 2017

Me complace estar aquí con ustedes para celebrar este hito en la historia de su país y de nuestra Unión.

Aunque los últimos años han sido difíciles para Eslovenia, como para el resto de Europa, pueden mirar atrás con orgullo por lo que su nación ha conseguido. Tras solo dos años de pertenencia a la UE, fueron el primero de los «nuevos Estados miembros» que logró incorporarse al euro. Y desde entonces, Eslovenia se ha integrado en nuestra unión monetaria. Aún hoy el 85 % de los eslovenos está a favor del euro, lo que refleja la fortaleza de nuestro vínculo común[1].

Pero igual que celebramos el décimo aniversario de la introducción del euro en Eslovenia, también podemos conmemorar otros aniversarios de la historia europea reciente: los sesenta años del Tratado de Roma, por el que se creó el mercado común; el casi cuarto de siglo del Tratado de Maastricht, que dio inicio a la Unión Económica y Monetaria (UEM); o los veinte años del Tratado de Ámsterdam, por el que se estableció una política exterior y de seguridad común.

Algunos preferirían ver estos acontecimientos como capítulos separados, uno de integración económica de Europa, otro de unión monetaria y otro de alianza militar y política, pero no lo son.

Todos han formado parte de un mismo impulso, que es el deseo del pueblo de Europa de garantizar su seguridad frente a amenazas comunes: la amenaza de una guerra continental evocada una y otra vez en nuestra historia; y las amenazas globales creadas por el progreso tecnológico, los riesgos geopolíticos y las alteraciones de nuestro entorno natural.

El vigor de este impulso ha iluminado el camino de la integración europea durante la mayor parte del período posterior a 1945. Aunque los diferentes elementos de esta integración han avanzado a distintas velocidades, la dirección siempre ha sido hacia delante. Casi nadie cuestionaba que, a largo plazo, aunar nuestros esfuerzos en una Unión era la mejor respuesta a los retos comunes a que nos enfrentábamos. La pregunta no era si una mayor integración era necesaria, sino cuándo.

Sin embargo, hoy, está aumentando la percepción de inseguridad. Y para algunos, ya no es tan evidente que una unión más estrecha sea la respuesta. En algunos lugares la integración se considera una fuente de inseguridad más que un baluarte frente a ella. E incluso un país ha decidido que es mejor dar marcha atrás a este proceso que seguir adelante.

Esta inseguridad refleja, en parte, factores comunes que están emergiendo en las democracias occidentales, como el temor a la inmigración, la globalización y el cambio social. Pero en Europa también intervienen otros factores singulares. En particular, la gravedad de la crisis del euro ha debilitado la confianza en la UE como pilar de la seguridad económica.

Por ello Europa, y en mayor medida la zona del euro, afronta un momento decisivo. Necesitamos respuestas a las cuestiones que plantean los ciudadanos, pero deben ser equilibradas: aunque hay aspectos que es necesario cambiar en Europa, hay otros muchos de los que podemos estar orgullosos.

La integración europea ha conseguido grandes logros y no deberíamos permitir que las dificultades actuales los empañen. Antes bien, debemos confiar en los progresos que hemos realizado y tener la certeza de que sin ellos estaríamos peor.

Pero cuando es evidente que las cosas necesitan mejorar, tenemos que hacer que mejoren. Y lo que es más importante, esto significa introducir en nuestra unión monetaria los cambios que a todas luces son necesarios.

La importancia del mercado único

Desde su creación en 1957, el proyecto europeo se ha basado, sobre todo, en un compromiso de apertura, cuyo máximo exponente es el establecimiento de un mercado único entre sus Estados miembros. Este compromiso era idealista, pero también eminentemente pragmático. Los fundadores de la UE habían conocido el daño causado por el ensimismamiento y proteccionismo del período de entreguerras. Entendieron que un crecimiento económico sostenido era clave para restar apoyo al nacionalismo disgregador, y que la mejor manera de lograrlo era abriendo los mercados.

Aunque los últimos diez años han sido difíciles, la historia de posguerra les ha dado la razón. Desde 1960 el crecimiento acumulado del PIB per cápita en la UE-15 ha superado en un tercio al de Estados Unidos. La riqueza privada, que había sido destruida dos veces por las guerras del siglo XX, también se ha duplicado en porcentaje de la renta nacional. Aunque, naturalmente, parte de esta recuperación fue debida al proceso lógico de recuperación tras la Segunda Guerra Mundial, existe abundante evidencia de que la integración ha acelerado el crecimiento.

Según una estimación, el PIB per cápita de la UE sería actualmente un quinto más bajo si no hubiera habido integración desde la guerra[2]. Otra estimación de los efectos de la integración desde la década de los ochenta, es decir, desde que se agotó el proceso de recuperación de posguerra, señala un aumento del PIB per cápita de aproximadamente un 12 % respecto a un escenario sin unión[3].

Y los países que se incorporaron a la UE en 2004 y 2007, como Eslovenia, también han participado en ese aumento. El crecimiento del PIB como resultado de la adhesión podría alcanzar incluso el 40 % en los doce nuevos miembros[4], lo que no sería sorprendente dado que la UE es, con diferencia, el principal socio comercial de los países de Europa central y oriental y su principal fuente de IED.

Actualmente, algunos cuestionan si la apertura sigue siendo la mejor manera de garantizar nuestra seguridad económica. Pero cabe preguntarse dónde estaríamos hoy de no haber existido una fase de integración tan prolongada en nuestro continente. La respuesta probablemente es: seríamos mucho más pobres.

Y lo que es más, el mercado único no solo ha sentado las bases para el crecimiento, sino también para mantener los mercados abiertos. Como se observa actualmente a nivel global, los mercados no pueden permanecer abiertos durante mucho tiempo si alguno de los participantes considera que no se están aplicando las mismas reglas o que la distribución de los beneficios no es equitativa. Si el mercado único ha sobrevivido, en gran parte se debe a que Europa ha construido un modelo único para gestionar tales dificultades.

La profundización del mercado en Europa ha requerido la creación de instituciones comunes para proteger a los ciudadanos frente a la competencia desleal o la discriminación de otros países, es decir, el marco normativo común que aplica el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Las salvaguardias básicas del modelo social europeo se han incorporado progresivamente en la legislación europea, particularmente en la Carta de los Derechos Fundamentales, para proteger a los más vulnerables.

Y Europa ha creado el primer sistema redistributivo entre países para ayudar a prevenir desigualdades regionales persistentes. Ya desde mediados de los setenta, los fondos europeos se destinaban a apoyar a las regiones menos desarrolladas o en peligro de declive industrial. Entre 2007 y 2013, se destinaron 350.000 millones de euros del presupuesto de la UE a fondos estructurales y de inversión. Permítanme añadir que Eslovenia ha sido un receptor neto de estos fondos, que han servido para financiar inversiones por un importe medio anual equivalente a un quinto del gasto del Gobierno esloveno en inversión pública.

Nadie afirmaría que este sistema de normas, salvaguardias y redistribución ha sido perfecto. Sabemos que hay quienes piensan que mejora su vida muy poco y otros que creen que la invade demasiado. Pero lo que hemos creado en Europa es un modelo para la apertura sostenible, que puede dar frutos y mitigar al mismo tiempo sus efectos indeseados. Por tanto, si vemos problemas, nuestro reto es mejorar este modelo, no volver atrás.

Esto no solo significaría menos riqueza para nuestro continente, sino también menos seguridad política para nuestros ciudadanos. No debemos olvidar que, además de ser un motor para el crecimiento, el mercado único ha traído también beneficios políticos muy notables.

El primero es que ha representado un impulso para cimentar la integración política entre los Estados europeos.

Como acabo de exponer, un mercado único solo puede sostenerse si hay un sistema legislativo común vigilado por una judicatura común: el Tribunal de Justicia de la UE. Si hay una judicatura, debe haber un legislador para elaborar las normas, función que en Europa desempeñan el Consejo de la UE y el Parlamento Europeo. Y debe haber asimismo un ejecutivo para hacer cumplir las decisiones del legislador y de la judicatura, papel que, en nuestro caso, corresponde a la Comisión Europea. Dicho de otro modo, el mercado único refuerza, por su propia naturaleza, la unión política.

Esta dinámica la hemos visto también en Estados Unidos a medida que su mercado interno se desarrollaba. Como todos sabemos, la breve «Cláusula de Comercio» de la Constitución de ese país, que otorga al Congreso la facultad para regular el comercio entre los distintos estados, se ha traducido con el tiempo en una ampliación significativa del papel del gobierno federal en los asuntos económicos.

El segundo beneficio político ha sido el aumento de la influencia de Europa en el mundo.

La política comercial decidida en común da a Europa un peso real en las negociaciones mundiales, tanto en los acuerdos que puede celebrar de forma bilateral como en la formulación de normas multilaterales en la OMC. Un mercado amplio tiene influencia en las grandes empresas multinacionales, permitiendo a Europa proteger lo que considera importante, como la privacidad en Internet. También permite a Europa aplicar sanciones comerciales para contrarrestar la hostilidad de otros países y mejorar con ello la seguridad militar. Y si Europa desea ahora una mayor integración en otras áreas, como la defensa o la política exterior, necesitará la base económica que ofrece el mercado único.

Por todas estas razones, debemos sentirnos orgullosos de lo que hemos ganado con la integración. Esto no significa ignorar los retos que comporta ni los desalentadores resultados de los últimos años. Tenemos que recomenzar el mercado único como factor de crecimiento y mejorar la forma de compensar a quienes resultan perjudicados. Pero también hemos de tener claro que, si no hubiéramos seguido este camino, hoy estaríamos peor, tanto en el plano económico como político.

Del mercado único al euro

El mercado único tuvo también otro efecto: condujo directamente al euro. Una vez que Europa decidió poner rumbo a un mercado plenamente integrado, se manifestó la conveniencia, cuando no la necesidad, de una moneda única. En consecuencia, la idea del euro cobró vida en la cumbre de Hannover en 1988, tras la decisión de lograr un auténtico mercado único.

Hoy hay quienes cuestionan la relación entre mercado y moneda y se preguntan si mantener las monedas originales hubiera sido mejor para Europa. Pero hay que recordar que la moneda única no surgió de la nada. Por el contrario, fue una consecuencia de la prolongada e insatisfactoria experiencia europea con los diferentes regímenes cambiarios que han existido desde la guerra. También fue, en otras palabras, una experiencia a la vez idealista y pragmática.

Los europeos siempre habían mirado con escepticismo los tipos de cambio de flotación libre, viendo en la volatilidad de la moneda un obstáculo a la integración comercial. Por ello, tan pronto como el sistema de Bretton Woods hizo aguas, intentaron volver a tipos de cambio fijos, primero mediante «la serpiente en el túnel» y, después, con varias iteraciones del Sistema Monetario Europeo. El pensamiento imperante fue recogido acertadamente por el premio Nobel Robert Mundell, que en su teoría sobre zonas monetarias óptimas manifestó que, cito textualmente,

«no entendía por qué los países que estaban en el proceso de formar un mercado común deberían imponerse una nueva barrera comercial en forma de incertidumbre sobre los tipos de cambio»[5].

Por tanto era inevitable que el mercado único contara con el refuerzo de alguna forma de régimen de tipo de cambio fijo. La cuestión era determinar qué forma. Y Europa ya había expermentado los costes de los regímenes de tipo de cambio fijos en ausencia de una moneda única.

Los países eran vulnerables a ataques especulativos y crisis monetarias, como que demostró con especial crudeza la crisis del Mecanismo de Tipos de Cambio de 1992-1993, y esto en un mundo en el que el capital tenía menos movilidad que hoy. La mayoría de los miembros tenían poca autonomía de política monetaria, puesto que de hecho se les requería importar la política monetaria de la moneda ancla. Y las devaluaciones no siempre representaban un mecanismo de ajuste eficaz frente a las perturbaciones nominales, sino que, por el contrario, generaban un aumento de la inflación y la necesidad de nuevas devaluaciones.

Además, el miedo era que, sin una moneda única, ciclos repetidos de devaluaciones pudieran distorsionar las condiciones para la competencia leal y obstaculizar el mercado único a largo plazo. Una economía que incrementara su productividad y competitividad podría verse privada de los beneficios de que debería disfrutar, en términos de mayor cuota de mercado, debido a la depreciación de la moneda de sus competidores. Y si algunos países estaban dispuestos a aplicar esta conducta de «empobrecer al vecino», ¿por qué otros deberían abrirles sus fronteras de forma permanente?

La cuestión no era que el mercado único no pudiera tolerar pequeños ajustes de tipo de cambio entre algunos de sus miembros, sino que una volatilidad significativa de la moneda, como la observada en la década de los ochenta, cuestionaría seriamente la voluntad de todos de mantener sus mercados abiertos. Y solo nos cabe imaginar cómo hubieran reaccionado sin el euro los mercados de divisas ante las perturbaciones que se han producido desde su adopción: el estallido de la burbuja tecnológica, la quiebra de Lehman o la crisis de deuda soberana.

.Las condiciones para el éxito de la UEM

Sin embargo, la concepción del euro siempre se basó en un equilibrio. Reforzando de este modo el mercado único, se lograría garantizar las ventajas de la integración económica, lo que beneficiaría al conjunto de la Unión. Pero al mismo tiempo supondría privar a los distintos países de mecanismos de ajuste frente a las perturbaciones a corto plazo, en particular, del control de su propio tipo de cambio. Así, para que el equilibrio resultase beneficioso, era esencial reducir al máximo esos costes a corto plazo.

Ello requería que se cumpliesen ciertas condiciones, definidas por Mundell, y posteriormente por otros autores, como parte de la teoría sobre zonas monetarias óptimas. Dichas condiciones eran: integración comercial, al objeto de reducir la incidencia de las perturbaciones asimétricas; movilidad de los factores y flexibilidad de precios y salarios, a fin de acelerar el ajuste cuando las perturbaciones apareciesen; y un sistema de distribución del riesgo que redujera los costes de dicho proceso de ajuste para los miembros individuales. No obstante, en el caso de la zona del euro, quedó claro que no todas las condiciones citadas revestirían el mismo grado de importancia.

Las barreras culturales y lingüísticas hacían improbable la movilidad a gran escala de los trabajadores. También era improbable que la distribución de los riesgos en materia fiscal alcanzase niveles equiparables a los de Estados Unidos, entre otras cosas por el papel relativamente más activo de los presupuestos nacionales como estabilizadores fiscales. De ahí que fuera crucial que los países de la zona del euro compensasen la menor integración en estas parcelas con unos compromisos más estrictos en otras. Esto llevó a prestar especial atención a cuatro áreas.

La primera consistió en evitar los errores de política, como ciclos de expansión y recesión originados por una débil supervisión prudencial. La segunda fue dotarse de capacidad de resistencia frente a las perturbaciones, a través de reformas estructurales y de un progresivo desarrollo del mercado único. La tercera se refirió a unas políticas fiscales sólidas que sustentasen unos colchones fiscales suficientes a lo largo del ciclo. Y la cuarta fue una unión financiera fuerte, con tenencias de activos diversificadas y, en consecuencia, con una distribución real de los riesgos privados.

De esta manera, los países serían capaces de amortiguar las depresiones locales, pues las perturbaciones asimétricas se verían atenuadas por los vínculos comerciales y por unas políticas financieras sólidas. Y cuando las perturbaciones se manifestasen, los precios y los salarios podrían ajustarse con mayor celeridad, y los recursos reasignarse más rápidamente como respuesta a dichas perturbaciones, limitando con ello el coste del ajuste en términos de puestos de trabajo. Mientras durase esa transición, los países podrían recurrir a las políticas fiscales para estabilizar la economía. Y las pérdidas se compartirían dentro de la Unión a través de unos mercados financieros integrados.

Esto no constituye ningún secreto, pues en 1999 todos sabían que estas eran las condiciones para el éxito. Esa fue la razón de que acordásemos el Pacto de Estabilidad y Crecimiento en relación con las políticas fiscales. Y es lo que explica la «E» en UEM: nadie discutía que la convergencia estructural tenía que producirse. También es la razón por la que siempre se ha destacado con firmeza la necesidad de una integración financiera sostenible.

Lo que sucedió después es conocido: la ralentización de las reformas estructurales, la aplicación descafeinada del Pacto, la fragilidad de la integración financiera y la consecuente divergencia subyacente entre los países. Pero hemos de ser muy claros: la culpa de esto no cabe atribuirla al euro. Las autoridades nacionales sabían lo que tenían que hacer. La moneda no les proporcionaba protección frente a cualquier decisión que adoptasen.

De hecho, conviene destacar que cuando los países aplican las políticas correctas, el euro no supone un obstáculo para el éxito. Alemania, por ejemplo, no experimentó un ciclo de expansión y recesión financiera, aplicó políticas fiscales relativamente sólidas y aprobó varias reformas en su mercado de trabajo a comienzos de los años 2000. Su tasa de desempleo ha descendido desde cerca del 11 % en 2005 hasta menos del 4 % en la actualidad, pese a coincidir con la peor recesión desde la década de los treinta.

E incluso si aplicase políticas erróneas, los países que cumplen las condiciones necesarias en otras áreas son capaces de ajustarse sin problemas en el marco de la moneda única. Es el caso de Irlanda, país duramente afectado por la crisis financiera, y que, sin embargo, ha visto descender su tasa de desempleo desde más del 15 % en 2012 hasta el 7 % actual, entre otras cosas por su flexible mercado de trabajo y su exitosa estrategia industrial dirigida a atraer la inversión extranjera directa.

Hay quien sostiene que Europa estaría hoy mejor si, en lugar de una moneda única, cada país tuviera la posibilidad de devaluar su propia moneda. Pero como ha quedado demostrado, los países que han aplicado reformas no dependen de un tipo de cambio flexible para conseguir crecimiento económico sostenible. Y en ausencia de reformas en un país, cabe preguntarse cuál sería la ventaja real derivada de contar con un tipo de cambio flexible. En última instancia, si un país tiene un bajo crecimiento de la productividad a causa de problemas estructurales profundamente arraigados, el tipo de cambio no puede ser la solución.

Con todo, es importante preguntarse: si algunos gobiernos no siguieron las políticas adecuadas para tener éxito en la UEM, ¿por qué no lo hicieron? La zona del euro se cimentó en buen grado sobre la premisa de que el proceso de integración crearía por sí mismo los incentivos para aplicar unas políticas sólidas. Confrontados con la mayor competencia derivada del mercado único, y ante la incapacidad de devaluar la moneda, los Estados se verían obligados a abordar los problemas estructurales a largo plazo y a garantizar la sostenibilidad fiscal.

El que esto no ocurriese se debió en parte al estancamiento que sufrió el proceso del mercado único, pero también a que carecíamos de algunas instituciones clave a nivel de la zona del euro. No contábamos con un sistema de supervisión bancaria común encargado de vigilar los flujos financieros, que en algunos países sirvieron para ocultar crecientes pérdidas de competitividad bajo el manto de un crecimiento insostenible financiado por crédito. En cuanto a la política económica y fiscal, los procesos de toma de decisiones comunes de que disponíamos eran débiles.

Aunque ya se han adoptado varias medidas importantes para abordar estas cuestiones, en particular con el establecimiento de la Unión Bancaria, dicho proyecto está aún inacabado. Y como se ha señalado en el informe de los cinco presidentes, todavía nos queda camino por recorrer para conseguir una unión monetaria completa, entendida como aquella en la que los países asuman una responsabilidad colectiva sobre la zona del euro en el seno de instituciones comunes.

Conclusión

Por tanto, la senda futura para nuestra unión está clara: mantenernos fieles a lo que ha funcionado, es decir, nuestro modelo de apertura económica reforzada por la moneda única, pero enmendar los errores que han impedido que su funcionamiento fuera todo lo bueno que debería.

En el caso de los gobiernos nacionales, esto supone cumplir las condiciones que desde un principio se han asumido como necesarias para que la unión monetaria pudiese prosperar. Y en lo que respecta a la zona del euro en su conjunto, implica dotarse de una arquitectura institucional que promueva los incentivos correctos para dichas políticas y nos haga más resistentes frente a perturbaciones comunes.

Pero también es evidente que, para llegar a esta meta, la secuencia de los pasos que demos debe ser la adecuada. Lo que hoy en día impide nuestro avance es, en parte, el lastre de los fracasos anteriores, que se manifiesta en una falta de confianza entre los países para seguir adelante con la nueva fase de integración.

Confianza en que todos los países cumplirán las normas que se han dado, a fin de reducir su mutua vulnerabilidad. Y confianza en que todos pondrán en marcha las reformas necesarias para garantizar la convergencia estructural, de manera que cumplir esas normas resulte más fácil y que compartir los riesgos no se traduzca en transferencias permanentes entre los países. El cumplimiento y la convergencia citados, junto con su corolario, el crecimiento, son hoy las claves para dar un nuevo impulso al proceso de integración.

Un impulso que resulta imprescindible, ya que no podemos permanecer quietos. Debemos dar a nuestra Unión más estabilidad y prosperidad si queremos lograr la seguridad que ansían nuestros ciudadanos. De este modo, estaremos mejor equipados para dar respuesta a los nuevos retos que afrontamos: el creciente extremismo político, la inseguridad en nuestras fronteras y un orden mundial cada vez más incierto.

Así pues, hemos de perseverar en el espíritu que nos ha servido para llevar a nuestra Unión hasta aquí. El espíritu que ha impulsado a generaciones de europeos a protegerse juntos frente a amenazas comunes y que se ha traducido en mejoras tangibles para nuestros ciudadanos, como la libertad de circulación y establecimiento dentro de nuestro continente y una moneda única para realizar transacciones. Un espíritu que, movilizado de nuevo en aras de un objetivo común, puede ayudarnos a derrotar las amenazas que nos depara el presente.

Hoy, como siempre, la unidad será la clave para la seguridad en nuestro continente.

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