En abril del año 2004 –por razones que sería largo de analizar en esta columna–, el gobierno de Argentina comenzó a restringir las exportaciones de gas a Chile, lo que generó una compleja situación energética en nuestro mercado, que desde 1997 contaba con su país vecino como único proveedor del recurso. Estas restricciones se fueron agudizando con el tiempo, al punto de llegar a ser absolutas durante el invierno de 2007.
Con ello, el que fuera celebrado como un exitoso proceso de integración energética en su momento, se vio definitivamente truncado, con grandes perjuicios para Chile. Por de pronto, los gasoductos binacionales construidos para estos efectos, que involucraron una inversión privada de más de US$ 2.000 millones, quedaron en total desuso.
Pero las crisis abren oportunidades y es así como en Chile comenzaron a gestarse dos iniciativas para paliar la situación con una mirada de largo plazo. Con el concurso de la estatal ENAP, las generadoras eléctricas AES Gener, Colbún y Endesa (MC:ELE), y las distribuidoras de gas que servían los consumos de la zona central, se logró materializar la construcción del terminal “GNL Quintero”en la región de Valparaíso, que permitiría a Chile acceder al recurso desde cualquier país del mundo, vía marítima, y asegurar un suministro continuo para los distintos segmentos de clientes a partir de 2009. La iniciativa se replicó en el norte del país, esta vez con la participación de la estatal Codelco y la belga-francesa GDF Suez (PA:ENGIE) (hoy Engie), para desarrollar el terminal de regasificación “GNL Mejillones”, que desde 2010 abastece de gas a esa región, principalmente a la gran minería del cobre.
En el intertanto, en Argentina se profundizaba el déficit de oferta de gas, por la falta de señales de precio que incentivaran un mayor dinamismo en la producción, lo que finalmente obligó al gobierno a suplementar las importaciones que realizaba desde Bolivia con la habilitación de dos terminales de regasificación flotantes (en Bahía Blanca y Escobar), que le permitieron sobrellevar los períodos de mayor demanda de energía. No obstante, el costo de estas medidas siguió estresando el sistema local, forzando al Estado a subvencionar los diferenciales entre el valor del gas importado y los precios de venta a nivel interno.
Sin duda, la experiencia sucintamente descrita fue difícil para ambos países, con enormes costos asociados, no solo en términos económicos sino también en el ámbito de las confianzas. Sin embargo, dejando atrás todos los sinsabores que la situación trajo consigo, bien se puede afirmar que no todo lo avanzado estaba perdido.
Es así como desde el año pasado ambos países dieron inicio a una nueva etapa de integración energética, aprovechando los gasoductos binacionales para operar ahora en sentido contrario al que fueron diseñados. Esto, luego que en el invierno de 2016 Chile comenzara a exportar gas a Argentina a través de los gasoductos Norandino por el norte y GasAndes por la zona central, permitiéndole un ahorro del orden de los US$ 44 millones por menor gasto en combustible. Como resultado, se generó un negocio atractivo para ambas partes, pese a ser un acuerdo eventualmente transitorio.
Es importante destacar que, tal como lo confirma la experiencia internacional, los intercambios energéticos entre países pueden ser de importantes beneficios y sinergias para los involucrados, toda vez que permiten optimizar costos de producción, mejorar la seguridad del abastecimiento, colocar excedentes de energía y aprovechar recursos complementarios de los países interconectados.