El Brexit es, fundamentalmente, un fenómeno político, aunque con raíces y ramificaciones de índole económica. Específicamente, se trata del hecho más impactante que nos ha arrojado un proceso que el liberalismo observa con cierta preocupación en el mundo desarrollado. Me refiero al resurgimiento de frentes políticos nacionalistas, muy conservadores, anti europeos, fuertemente condenatorios de la globalización y con matices racistas. Piénsese sino en el protagonismo de Donald Trump, la consolidación de Marine Le Pen en Francia, o los casos de Austria, Polonia y Hungría.
Bajo estas manifestaciones ultramontanas, subyacen tres tendencias en intrincada yuxtaposición:
La primera de ellas se nutre de los resabios de la última crisis económica internacional, de la que Europa no acaba de recuperarse. Los tembladerales sistémicos como el que se desató en 2007-2008 constituyen un marco propicio para la aparición de fuerzas políticas con tintes rupturistas, tanto por derecha como por izquierda (véase en Podemos una muestra).
En este caso, las rigideces de la unión monetaria, la celosa observancia de metas fiscales, y el crecimiento de interpretaciones ad hoc del crash financiero (del estilo “¿por qué tenemos que pagar por el despilfarro de gobiernos irresponsables?”) catalizaron la síntesis de nuevos actores políticos.
El segundo factor con poder explicativo es el Estado Islámico, por dos motivos. Primeramente, es cada vez más extendida la percepción de que la agrupación terrorista constituye una amenaza para la seguridad de los ciudadanos. Los atentados de París, Bangladesh, Turquía y Orlando (aunque estructuralmente diferente de los anteriores) sirven de advertencia.
Asimismo, la crisis humanitaria que esta agrupación ha engendrado a raíz de su actividad en Irak y Siria ha causado gran controversia en Europa. No son pocos los europeos que se muestran harto reticentes a recibir refugiados de Medio Oriente y que exigen una revisión de las facilidades inmigratorias y del Espacio Schengen.
La última tendencia es el cambio tecnológico. Bajo el reinado del microchip, los procesos productivos industriales, grosso modo, han sufrido dos modificaciones estructurales. La primera de ellas es que se emplea una proporción mayor de capital físico y de empleados altamente educados a costa de la mano de obra no calificada. Vale decir: la máquina desplaza al obrero poco calificado y crea nuevos puestos de trabajo, pero que requieren competencias más sofisticadas.
La segunda es la facilidad para deslocalizar la producción y fragmentar la cadena de valor. Esto último implica que, por caso, un teléfono inteligente se fabrique con la contribución de varios países: la ingeniería y los aspectos comerciales se desarrollan en uno, los componentes en otros y todos se ensamblan en una nación de bajos salarios. Las empresas, además, pueden trasladar fácilmente algunas de sus plantas hacia países con salarios bajos (desde Estados Unidos, Alemania o Japón hacia China, Vietnam, Bangladesh o México).
Todo lo dicho se condensa, para los trabajadores de baja cualificación de los países desarrollados, en tres resultados antipáticos: el decrecimiento relativo de sus ingresos, la dificultad de conseguir empleo y la observación de que los puestos de menores exigencias técnicas son tomados por otros ciudadanos del mundo, dispuestos a emplearse por mucho menos.
Resulta así comprensible que el nacionalismo chauvinista con pizcas xenófobas vuelva al centro de la escena. Y es también entendible que consigan apoyo entre la población con menos diplomas. Un Donald Trump eufórico declaró en Nevada que “ama a los pobremente educados”.
En el caso del Brexit, como señala una infografía de The Economist, se aprecia una correlación positiva entre el grado de educación de la población en una región de Gran Bretaña y el apoyo al Bremain. Los trabajadores menos calificados son los que más perjudicados se sienten por las diversas consecuencias de la globalización, el cambio tecnológico y la integración europea.
Consecuencias
En este apartado, la madeja es mucho más difícil de desenmarañar. Hay escaso consenso sobre los efectos del Brexit y sólo se puede ser concluyente en un puñado de aspectos. El primero es que esto constituye un menudo golpe a la UE (Unión Europea) y, más en general, a los procesos de integración y globalización, al menos desde una perspectiva geopolítica.
El segundo punto es que parece difícil pensar que esto no afecte negativamente a la economía británica en el largo plazo. El Reino Unido, recordemos, es un miembro particular de la UE, esencialmente por dos aspectos: está fuera de la zona euro, lo que le permite mantener su propia moneda y el control de la política monetaria y está exenta del espacio Schengen. Es decir, puede acceder al libre comercio con la UE (a quien vende algo menos de la mitad de sus exportaciones) sin el alto costo de resignar su política monetaria en pos de una moneda común y con la posibilidad de instrumentar ciertos controles de visado.
La magnitud de los daños es difícil de predecir, fundamentalmente porque están atados al proceso político (el único antecedente de salida de la UE es Groenlandia en 1982). Dependerán de varios considerandos. El primero será quién se erija como primer ministro en octubre, cuando se materialice la renuncia de David Cameron. Hoy en día, la competencia se antoja totalmente abierta.
La segunda incógnita es qué pasará con el Reino Unido. El Brexit puede impulsar la desintegración de un estado soberano. Considérese que el Reino Unido es un estado conformado por cuatro naciones (Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda del Norte), aunque con ciertas peculiaridades (Gales y Escocia tienen sus propios primeros ministros y parlamentos que, en última instancia, dependen de la administración central de Downing Street). En Irlanda del Norte y Escocia se impuso el Bremain. Por ello, se están azuzando ínfulas independentistas: estas naciones podrían escindirse del Reino Unido para permanecer en Europa, fragmentando a la quinta economía del mundo.
Un tercer apartado sobre el que habrá que reflexionar es qué tipo de inserción tendrá el Reino Unido (o lo que quede de este) en el mundo y, en particular, cuál será su nuevo vínculo con la UE. Suena pretensioso pensar en una configuración en la cual pueda mantener todas las ventajas actuales sin incurrir en nuevos costos. Sin embargo, son muy variados los esquemas comerciales que puede desarrollar Gran Bretaña con sus socios europeos.
En principio, la salida puede demorarse hasta dos años desde la invocación formal del artículo 50 del Tratado de Lisboa. A eso habrá que añadirle la dilación que puedan acarrear las negociaciones y la implementación de nuevos convenios de toda clase. De todo esto depende críticamente el peso de los daños para la UE.
A corto plazo, parcialmente sabemos qué esperar: depreciación de la libra esterlina, volatilidad en las bolsas europeas, flight to quality y revisión de planes de inversión (a modo de ejemplo, hace pocos días se ha pospuesto la ampliación de Heathrow). Si esto se conjugara con salida de capitales y suba de tasas de interés, se estaría invocando un ambiente recesivo.
Empero, el proceso británico tiene otra particularidad notable. El mercado considera a los bonos soberanos de Gran Bretaña como un safe haven (además del dólar, bonos alemanes, el yen y el franco suizo). Esto ha hecho que los rendimientos de estos instrumentos se desplomaran, tal como se manifiesta en el gráfico extraído de Bloomberg. Con tasas bajas y una depreciación de la moneda que rentabiliza las exportaciones, no necesariamente hay que esperar una recesión.
En resumidas cuentas, el impacto económico a largo plazo probablemente sea negativo para Europa y Gran Bretaña. La magnitud del daño está atada a la dinámica política. A corto plazo, podemos esperar cierta volatilidad en los mercados y una libra depreciada, aunque no necesariamente recesión. Una cosa se vislumbra clara: sobrevendrán meses de cierta incertidumbre.