“Perder el dinero a menudo es un delito; adquirirlo por malas artes es aún peor, y malgastarlo es lo peor de todo”. John Ruskin
A lo largo del siglo XX, México dejó de ser un país con una tasa de mortalidad infantil de 25%, una tasa de analfabetismo de 80% y una expectativa de vida al nacer de apenas 30 años, para convertirse en un país con una mortalidad infantil inferior a 2%, una tasa analfabetismo del 10% y una nación cuya esperanza de vida oscila los 75 años.
Sin duda alguna, las políticas públicas implementadas por el gobierno mexicano han logrado generar grandes avances en cuestión social y humana, que a su vez se vinculan estrechamente con el gasto ejercido en sectores como la educación, salud y seguridad social.
Dicho lo anterior, es posible afirmar que el gasto público en desarrollo humano es un instrumento invaluable que contiene un alto poder redistributivo y además, debe tener como objetivo final la creación de una sociedad más justa y equitativa.
Año tras año se aprueba mediante la propuesta del Poder Ejecutivo y la validación de la Cámara de Diputados el Presupuesto de Egresos de la Federación; ahí se estipulan los recursos anuales para educación básica, impartición de justicia, defensa, servicios de salud, entre otros. Para el presente año se aprobó un presupuesto de 3.2 billones de pesos dentro del cual destacan: un aumento de 6.7% para educación media superior así como un incremento de 9% para protección social en salud.
En los informes presidenciales escuchamos reiteradamente frases como: “Estamos realizando la mayor inversión de la historia” o “El presupuesto público está diseñado y enfocado para que todos los mexicanos vivan mejor”. Creo que debemos profundizar, ver más allá de la cortina y preguntarnos: ¿A quién beneficia el gastó público? ¿Se están asignando los recursos a quien más puede contribuir al bienestar general, en este caso, a quien más los necesita?
Una gran parte de los estudios sobre equidad del gasto se centran en la comparación de la distribución del ingreso y analizan principalmente los componentes monetarios que contribuyen al desarrollo humano.
El impacto del ingreso sobre las familias es importante; sin embargo, el componente ingreso es tan sólo una de las tres dimensiones de bienestar. Lo anterior llama a recorrer el camino contrario, es decir, separar el gasto público de su relación con el ingreso e incorporarlo a su incidencia sobre los componentes no monetarios que contribuyen al bienestar de la población. Para ello, el gasto debe cumplir los principios de equidad vertical (dar más a quien más lo requiere) y horizontal (dar lo mismo ante carencias idénticas).
De esta forma se centra en el terreno del análisis de la equidad del gasto público desde una perspectiva de desarrollo humano. Para realizar dicho análisis y para medir el impacto del gasto utilizaremos el indicador coeficiente de concentración del gasto (CC).
El CC es un indicador cuyos valores pueden ir de -1 a 1. Si todo el gasto se concentrara en quienes están en la peor situación (máxima progresividad), el CC sería igual a -1, lo que indicaría un ciento por ciento de esfuerzo en reducir la desigualdad. En un caso intermedio, si el CC fuera igual a cero, el gasto dejaría inalterada la desigualdad. En el otro extremo, si el CC fuera igual a 1, se observaría la máxima
regresividad posible (un 100% de esfuerzo en aumentar la desigualdad).
Los resultados son abrumadores. Si por alguna razón extraña usted pensaba que el gasto público beneficia más a las personas con mayores ingresos, pues no se equivoca.
En 2008, el 13.1% del gasto público federal en desarrollo humano era recibido por el 20% de la población con menor ingreso, mientras que 31.7% del mismo beneficiaba al 20 por ciento más rico.
Si bien los deciles más pobres reciben una mayor proporción del gasto en materia educativa, cuando analizamos el rubro salud o transferencias podemos observar que la población con mayores ingresos obtiene más del doble del gasto en salud y 6.5 veces más en transferencias que la población con menores recursos.