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No desafíes a los mercados

Publicado 05.10.2018, 07:01 a.m

Hoy me ha preguntado el primo de mi vecino (no va con segunda intención...) si podíamos compartir un nuevo artículo de Juan Angel Garzón, alias Raider Trader. que reflexiona sobre la vida, el Trading, el amor, los riesgos de desafiar a los mercados financieros, las pérdidas, el desamor...y las amebas.


Esperemos os gusten de nuevo sus reflexiones basadas en hechos reales en este artículo titulado: No desafíes al mercado, no seas ameba.


Nunca fui tan consciente del carrusel de emociones en que estaba sumido como el tiempo en que acompañé a Mª Isabel hasta su casa al otro lado de la ciudad tras las clases de inglés. Una vez llegados al portal frío que daba acceso a su casa, me decía sonriendo mientras me tocaba el hombro muy suavemente para mostrarme la sinceridad de sus palabras: “Bueno, adiós y gracias”.

Aunque yo la acompañaba con la esperanza de confesarle algún día cuán frecuentemente cabalgaba entre mis sueños, a decir verdad, nunca me atreví a dar el paso. Durante el trayecto, mi timidez anulaba cualquier ocasión de mostrarle abiertamente lo que probablemente ya sabía. Pero hubo un día al regresar a mi casa en que caí en la cuenta de que esta vez sus palabras sonaron más dulces, más profundas.

Quizás una declaración de amor, me decía, sin ser consciente de que mi candidez treceañera me estaba engañando para mi perdición.

El sol brillaba con más fuerza, o a mí así me lo parecía, los árboles lucían más frondosos, todo parecía tener un sentido que antes se ocultaba. Yo solo sospechaba lo qué me ocurría pero en el recreo mi compañero de pupitre, Moreno, me aclaró el origen de los síntomas sin anestesia, muy propio de él: “Mira, tío, si hasta el colegio te parece precioso y hoy tienes más ganas de venir que nunca, es que estás enamorao, so ameba, que evolucionas menos que una ameba”.

Y me quedé petrificado, mi psicoamigo de cabecera me confirmó lo que yo ya sospechaba: “Estás experimentando un chute dopamínico en toda su extensión”, me dijo.

Desconocía tantas cosas que no tenía ni idea de que el corazón pudiera llegar a ser una caja de percusión acelerada. Tan sorprendido estaba aquellos días que ahora, ya con el paso de los años, el corazón encallecido y el peso de tantos sueños rotos a mis espaldas, lamento no haber sido conocedor de cuanto me ocurría, pues, a buen seguro, habría disfrutado más intensamente de cada instante.

Dos días después, me dirigía a las clases de inglés al ritmo del tambor que me tronaba en el pecho, cuando un compañero en las escaleras me dijo con cierto aire de luto, con la mirada gacha y la voz queda: “¿No esperarás ver hoy a Mª Isabel?”, “¿no?, ¿por qué?”, inquirí ansioso, “pues porque sus padres se han separado y se ha ido a vivir a Valencia”.

Entonces comprendí que se había despedido de mí a su manera, sutilmente, tanto que no alcancé a comprenderla y aún peor, nunca pude transmitirle lo que sentía por ella.

Aún recuerdo que bajé a saltos las escaleras de aquella primera planta y me marché airado, confundido, hundido. En 48 horas estaba pasando por una montaña rusa de sentimientos que ni conocía ni podía controlar. Menos mal que contaba con mi amigo Moreno, cuyo insulto favorito ‘ameba’ empezaba a resonar de nuevo en el frontispicio de mi cabeza como un eco repetitivo y cercano.

Era como una especie de peaje que había que pagar por escuchar unos análisis tan certeros y consejos tan prácticos que más propios parecían de un psicólogo profesional que de un colegial imberbe: “¿Que hoy ves todo nublado y que ni te has tomado tu caracola favorita de chocolate en el recreo? ¿Qué ha pasado con la tía esa, chaval? Aaaah, ya, pues tú estás ahora en el duelo, que es el peor momento y que sepas que eso es solo el síntoma de una depresión de caballo, colega. Tú no estás bien. Si quieres te presto a mi prima la Palique para que te dé un par de besos y así se te pase antes el mal de amores, so ameba”.

Y así fue cómo, aunque un tanto rudimentariamente, aprendí a ponerle nombre y apellidos a las tormentas emocionales que seguirían asolándome muchos años después. Adquirí la habilidad de distanciarme del yo, meditar, estar conmigo un rato y comprender qué era lo que me ocurría, pues bueno o malo, influía en mi vida definitivamente y Moreno no iba a estar siempre allí para lanzarme a la cara sus diagnósticos periciales.

Además, uno también tenía su orgullo y llegué a la conclusión de que o aprendía a conocerme a mí mismo o tendría que seguir escuchando el maldito insulto de los labios de Moreno hasta la tumba.

Mantuve y aún mantengo que pude controlar y gestionar los dos días frenéticos del 24 y 25 de julio de 1993 gracias a lo que yo llamaba “estar conmigo un rato”. Aquel año posterior a la Expo del 92 de Sevilla, tras la borrachera de fiestas y espectáculos, la gente empezaba a mentalizarse de la vuelta al “business as usual”, las calles volvían a amanecer con sus caquitas de perro habituales, los universitarios volvieron a estudiar en serio, los políticos de la Expo pusieron rumbo a Suiza curiosamente y las oposiciones volvieron a convocarse en las distintas administraciones como si no hubiera un mañana.

Aquel día de Santiago, patrón de España, el calor sofocante era el dueño de las calles de la ciudad y solo tenía para aliviarme un pobre ventilador en aquella sala desnuda sin ventanas. Me dieron una hora para prepararme la defensa del tema que me salió por sorteo y tan nervioso me encontraba que no atinaba ni a decir “thank you”. Sudoroso y taquicárdico, una vez en la sala, dejé el bolígrafo en la mesa, escondí la cabeza entre las manos e intenté bajar el ritmo de la respiración, realizando movimientos repetitivos hacia adelante y atrás con la cabeza.

Tras unos minutos noté que el ahogo inicial había desaparecido, seguí otro rato abstraído como dormitando, mientras esa Siri que todos llevamos dentro me decía: “lo vas a hacer bien, te has preparado y no vas a fallar, esto es tuyo y la plaza es para ti, es este el momento, chaval”.... Repiquetearon entonces en mi mente las palabras de Antonio Machado: “Quien habla solo espera hablar a Dios un día”. No era tan pretencioso como para eso, pero al menos logré controlar la alteración.

Fue como si ese rato de meditación lo hubiera practicado durante toda la vida justo para ese momento. Cuando abrí los ojos solo me quedaban 20 minutos para preparar el esquema de la prueba. Ya no recuerdo ni lo que garabateé en aquellos papeles, pero calmado y concentrado, agarrando con denuedo el timón de mi destino, salí al ruedo y conquisté la plaza, nunca mejor dicho.

Ese “estar conmigo un rato” fue fundamental. Aún hoy, muchos años después, ciertos compañeros de fatigas alegan que tuve suerte, que el tema no era tan técnico como los otros y no entienden cuando les digo que mi gran logro no fue tanto obtener la plaza, sino controlar una psique traicionera, que amenazaba con condenarme al paro.

Difícilmente una persona puede enfrentarse a un reto de este tipo con más de 200 pulsaciones por minuto. Lo primero es bajar esa presión, ese ahogo que nos hace actuar como muñecos histéricos más que como humanos. El mejor modo, por mi propia experiencia, es darle al ”pause” de la realidad que vamos a afrontar y realizar ese “estar conmigo”, o las técnicas mucho más completas de meditación con las que uno puede contar hoy día, “mindfulness” o cualesquiera que sean, el caso es alejarse momentáneamente del asunto y observarlo con perspectiva.

Por tanto, parar para reflexionar sobre cómo me encuentro, a qué me enfrento y cuál ha de ser mi actitud ante el reto es algo absolutamente necesario. Es la forma de ponernos a los mandos de nuestro destino. Lo contrario, tarde o temprano, nos llevará a ser esclavos de él y víctima de las malas decisiones.

Esperar ganarle al mercado sufriendo unas pulsaciones disparatadas no solo es algo estúpido sino que puede afectarte a la salud. Improvisar sobre la marcha puede darte réditos unos días y cebar tu autoestima, pero tarde o temprano te pasará factura.

Y es que los temerarios que se atrevan a desafiar constantemente a los mercados no encontrarán nada más útil que el pulso tranquilo, la mente fría y una estrategia sistemática. Antes que aprender técnicas, sistemas y plataformas varias, has de conocerte muy bien a ti mismo. Debes reconocer in situ, al instante, cómo actúas cuando la codicia se inyecta en tus venas, qué estás haciendo ahora que antes no hacías.

Cómo te afecta la euforia, la tristeza, el abatimiento, ese “roller-coaster” de emociones desatadas y mezcla de impulsos primitivos que estarán ahí, no lo dudes, en primera fila de combate para aniquilar tu sueño.

No culpes al mundo si pierdes ni a la mala suerte, ya eres mayorcito y hoy día no es como antes, cuando uno aprendía a base de golpes en la vida. Ahora hay mentores, coaches, entrenadores, preparadores y todo un ejército de veteranos del Vietnam de los mercados cuyas cicatrices y vivencias extremas te mostrarán muy bien la senda del éxito, esa que solo puedes recorrer tú.

Si no, siempre podrás empaparte de estas líneas que algunos escribimos a modo de señales de peligro por caminos repletos de trampas que ya hemos transitado, que conocemos bien y que han forjado nuestro carácter persistente.

La peor de las opciones es sufrir episodios de descontrol en el trading, entrar con ansiedad para recuperar y seguir perdiendo tu capital, tu autoestima y tu salud.

Ten claro que has de parar, distanciarte y hacer algo, porque ¿no preferirás quedarte en aguas estancadas como... las amebas?

Juan Ángel Garzón González

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